miércoles, 24 de febrero de 2010

1810: ¿Festejar o conmemorar? Por Juan Ortiz Escamilla

Revista Metapolitica


Los mexicanos, ¿debemos festejar o conmemorar el 16 de septiembre? Ambas cosas. Festejar forma parte de una tradición de casi 200 años. Desde 1815, los insurgentes eligieron esta fecha para celebrar el día en que se dio la “voz de independencia” en México. Luego, el 4 de diciembre de 1824, el primer Congreso General la ratificó por ser el aniversario del “primer grito de independencia”. Desde entonces, año con año los mexicanos han convertido la conmemoración en una fiesta, la fiesta de la nación mexicana, por lo que no se debe, ni se puede, cambiar el sentido que tiene ahora.


También hay que conmemorar, es decir, traer a nuestra memoria las causas y efectos de esta guerra. A partir de los estudios recientes, los historiadores tenemos la obligación y estamos en condiciones de explicar dicho suceso en términos amplios al estudiar, además del desempeño de los líderes de la Revolución, a los partidarios de la contrainsurgencia o realistas, a las oligarquías, a los indígenas, a las castas, a las mujeres, a los niños y a los extranjeros. Tampoco podemos dejar de lado los cambios provocados por la guerra en las estructuras militares, político-administrativas, sociales y económicas. La guerra trastocó y en varios aspectos destruyó el orden virreinal. En los territorios controlados tanto por insurgentes como por realistas, ambos diseñaron sus propios modelos de organización militar y política a nivel local y regional. Por otro lado, las constituciones española (1812) y mexicana (1814) nutrieron de contenido ideológico a dichos cambios, y sentaron las bases del futuro Estado mexicano. La guerra y las constituciones dieron paso a la conformación de una nueva cultura ligada al uso de las armas y a nuevas formas de participación política.


¿Cuáles fueron los motivos que obligaron a miles de novohispanos (y al poco tiempo mexicanos), que en su mayoría eran pobres del campo y de los centros urbanos, para hacer justicia por su propia mano? En primer lugar se destaca la incapacidad y poca sensibilidad de la clase gobernante (monarcas, virreyes, audiencias, intendentes y subdelegados) para atender las demandas sociales relacionadas con los problemas económicos, sociales y políticos. El hartazgo del pueblo fue tal que se lanzó en masa contra el tirano, es decir, la clase gobernante coludida con los grandes propietarios.


En segundo lugar, la pauperización de las clases medias provocada por la llamada “consolidación de vales reales”. En 1804 el monarca ordenó que los bienes hipotecados a favor del clero fueran rematados y las utilidades remitidas a la península para financiar la guerra que España libraba contra Inglaterra. Por esta disposición muchos propietarios perdieron sus bienes. Tampoco debemos olvidar los donativos y préstamos forzosos para el mismo fin; el abuso de los servidores reales (como los subdelegados) con las comunidades indígenas que sin su consentimiento arrendaban sus tierras, y de las argucias legales para que éstas no pudieran disponer de los fondos guardados en las llamadas cajas de comunidad. Sobre los indios y castas también pesaba el “pago de tributo”, equivalente a un peso anual por cabeza de familia. Otros sectores novohispanos debían pagar el diezmo y la alcabala. Por si fuera poco, los años de 1807 a 1810 fueron terriblemente secos y afectaron a toda la producción agrícola, con la consecuente alza de precio y especulación de productos (Florescano y Swan, 1995, p. 56).


A la crisis económica se sumaron las demandas de tipo social y político. En mayo de 1810, el obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, informó que la sociedad novohispana se encontraba dividida por el ardiente deseo de independencia, el cual se había planteado una vez conocida la noticia de que los franceses habían ocupado la península y habían obligado a los monarcas borbones, quienes eran la fuente de legitimidad del orden virreinal, a abdicar a favor de la familia Bonaparte. Para evitar esta catástrofe, el obispo recomendó suspender el préstamo forzoso de los cuarenta millones de pesos impuesto a los territorios americanos; dictar leyes para lograr la igualdad social de los hombres libres; establecer la libertad de cultivo, el libre comercio y la apertura de puertos al comercio internacional. También propuso que el nuevo virrey designado para la Nueva España fuera un militar, “inteligente, recto, activo y enérgico”, el cual debía llegar acompañado de un contingente respetable de tropa bien armada y disciplinada. Como la Nueva España carecía de armamento, había que traerlo de Europa, lo mismo que operarios de Sevilla para la construcción de cañones.


Antes del llamado “grito de Dolores”, los criollos de las provincias de Valladolid, Guanajuato, Nueva Galicia y Querétaro, de manera secreta concibieron un levantamiento con milicianos americanos con la finalidad de destruir al “ilegítimo gobierno virreinal” existente desde 1808, el cual había sido impuesto por los españoles más poderosos de Nueva España. En su lugar, se formaría una junta nacional con la representación de los ayuntamientos del virreinato. También se propuso aprehender a todos los peninsulares, expulsarlos de los territorios americanos y confiscar sus bienes. Este proyecto perdió sentido en el momento en que el líder de la insurrección, don Miguel Hidalgo, incluyó en los planes militar a todos los americanos, sin importar su habilidad y destreza en el arte de la guerra (Ortiz Escamilla, 1997).


Se deben conmemorar los sucesos de 1810, porque en la madrugada del 16 de septiembre no inició una guerra por la independencia de México, sino que marcó el inicio de una guerra civil. Waldmann (1999, pp. 28-29) establece que en las guerras civiles uno de los bandos defiende a quienes ostentan el poder político, y existe un mínimo de equilibrio entre ambas fuerzas. En ellas domina la brutalidad y la crueldad. Como no pueden destruirse fácilmente, se dedican a vejar, a extorsionar y a saquear a la indefensa población civil.

Quien mejor entendió y explicó el significado de la guerra de 1810 fue el obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo. Para él se trataba de “uno de esos fenómenos extraordinarios que se producen de cuando en cuando en los siglos, sin prototipo ni analogía en la historia de los sucesos precedentes. Reúne todos los caracteres de la iniquidad, de la perfidia y de la infamia. Es esencialmente anárquica, destructiva de los fines que se propone y de todos los lazos sociales”. En este contexto, debemos destacar dos elementos principales de los insurgentes. En primer lugar, la ausencia de un liderazgo único que coordinara las acciones de guerra y condujera a los soldados hacia el objetivo principal que era la toma del poder virreinal. Las partidas de rebeldes se multiplicaron de acuerdo al número de regiones que conformaban la Nueva España y la mayoría de las veces no reconocieron a autoridad superior alguna. Estos grupos armados, por lo general permanecían estacionados en un territorio determinado. En segundo lugar, cada jefe y grupo armado justificaron sus actos utilizando múltiples argumentos: había quienes luchaban por la independencia de México; otros se movilizaron ante el supuesto peligro de su fe y sus creencias; unos más simplemente buscaban una mayor autonomía regional; a veces dominaban las venganzas personales por agravios del pasado, o eran seducidos por el saqueo y beneficio personal.


En la guerra de 1810, los insurgentes perdieron la oportunidad de consumar con éxito el plan que se habían propuesto, es decir, ocupar la capital para luego formar un gobierno nacional. A pesar de haber organizado gobiernos americanos en cinco provincias (Guanajuato, Valladolid, Nueva Galicia, Zacatecas y San Luis Potosí) del virreinato y de haber derrotado a la principal fuerza de oposición en Monte de las Cruces, los insurgentes mostraron debilidad y falta de firmeza, al no marchar sobre la ciudad de México, la cual se encontraba a su paso. Los realistas simplemente aprovecharon las flaquezas e inexperiencia de sus oponentes para poner orden en las poblaciones en las que los rebeldes estaban destruyendo todo cuanto había a su paso. Cabe destacar que en esta guerra no hubo financiamiento del exterior, los combatientes se apropiaron de los bienes que encontraron en su recorrido hasta agotarlos. No importó que fueran propiedad del rey, de particulares o de corporaciones civiles y religiosas.


En sus inicios, la insurgencia fue encabezada por los criollos milicianos seguidos de los indios y de las castas en contra de los españoles peninsulares locales. Mientras tanto, como las tropas regulares del ejército apenas llegaban a 2 mil plazas, y como buena parte de los oficiales ya no eran aptos para el servicio, se habilitaron nuevos oficiales y fuerzas armadas para combatir a los alzados en las siete intendencias no insurreccionadas. Ambos ejércitos debieron construir su propio armamento ya que el existente era escaso y se encontraba resguardado en la fortaleza de San Carlos en Perote, muy lejos del teatro de la guerra. Tras la reconquista realista de las ciudades, villas y pueblos, los criollos y la clase propietaria en general se indultaron y se sumaron a los planes contrainsurgentes, mientras que, buena parte de las castas y de los indios permanecieron fieles a la insurgencia. Mientras las tropas realistas controlaban la situación en algunas provincias, el movimiento se extendía a otras, lo que prolongó la guerra civil por varios años.


¿En qué momento inicia la guerra por la independencia de México? No podemos negar que las principales fuerzas insurgentes, es decir, primero Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, y después José María Morelos e Ignacio Rayón, luchaban por alcanzar la independencia. Sin embargo, los insurgentes tardaron tres años (6 de noviembre de 1813) en elaborar y publicar la “Declaración de absoluta Independencia de esta América Septentrional”, en la cual hacían explícita la ruptura total con la monarquía española. A partir de esta fecha, la posición de los contendientes se radicalizó y aumentaron los enfrentamientos armados y de exterminio entre adversarios. El enfrentamiento armado y verbal entre americanos y españoles se hizo más evidente en el momento en que empezaron a llegar tropas peninsulares en auxilio del gobierno colonial, aquellas que habían logrado derrotar a los franceses en la península (Archer, 2005).


Los regimientos y batallones expedicionarios fueron distribuidos en toda la Nueva España con la consigna de pacificar a los pueblos por medio del indulto, del otorgamiento de la ciudadanía, de la creación de ayuntamientos en todas las poblaciones con más de mil almas y de la conversión de las antiguas fuerzas insurgentes en compañías de patriotas. A partir de 1817 los indultos y asesinatos de jefes insurgentes fueron de lo más común. Sólo en el sur de México y en algunas regiones de Veracruz grupos armados se mantuvieron en pie de lucha. Ni el romántico guerrillero Xavier Mina tuvo el tiempo suficiente para abastecer de armas a los rebeldes, y muchos de los que estaban en pie de lucha se negaron a apoyarlo. El ejército colonial construyó el mito de Mina para, ante una supuesta amenaza, intensificar la represión sobre la población civil.


La estructura militar realista creada durante la guerra con el “plan Calleja” fue la misma que Agustín de Iturbide empleó para iniciar, en Iguala, el levantamiento armado contra el reestablecimiento de la Constitución de 1812, la cual daba plena autonomía para su organización política, fiscal, judicial y mejoras sociales, a las doce intendencias ahora convertidas en diputaciones provinciales. Con esta disposición, las diputaciones se convertían en entidades independientes del gobierno de la ciudad de México, y sólo tenían que atender y responder de sus actos ante las Cortes de Madrid. El radicalismo autonómico provincial fue tan fuerte, que la antigua Nueva España estuvo a punto de terminar pulverizada en pequeños Estados independientes. El levantamiento militar de Iturbide evitó la desintegración de un territorio que había tardado varios siglos en conformarse bajo un mismo gobierno.


Para el éxito del pronunciamiento de Iguala, Iturbide contó con la adhesión de los antiguos insurgentes del sur, de las milicias provinciales y cívicas y de los ayuntamientos de villas y pueblos. Se trataba de organizaciones militares y políticas que ya no representaban los intereses de la monarquía española y sí de la mayor parte de los americanos. En cambio, los grupos de poder regional representados en los ayuntamientos de las ciudades y las diputaciones provinciales ya constituidas, en principio se negaron a segundarlo por considerarlo contrario a los principios legales y constitucionales. Ante la amenaza de destrucción de los recintos urbanos y de los saqueos y decomisos de bienes de opositores, autoridades y vecinos se vieron obligados a aceptar las demandas de los militares y juraron el acta.


Mientras tanto, la mayoría de los oficiales y soldados peninsulares rechazaron el “plan reconciliador” por considerarlo contrario a sus principios y honor. Optaron por el armisticio y la rendición de las plazas para luego embarcarse con rumbo a La Habana. Sólo las tropas acantonadas en el puerto de Veracruz se negaron a ceder la isla de san Juan de Ulúa, desde donde matuvieron comunicación con quienes estaban contrarios a la independencia, los que en sus inicios habían apoyado a Iturbide y ahora le atacaban por considerarlo traidor a la causa que había encabezado. Éstos eran los grupos más poderosos y conservadores de México, entre los que se encontraban los miembros del consulado de comerciantes de la capital, del tribunal de Minería y de los obispos de Valladolid, de Guadalajara, de Puebla, de Oaxaca y de Monterrey. Todos seriamente afectados en sus intereses por las políticas liberales de las Cortes.


En los siguientes 16 meses, de libertador, Iturbide se convirtió en tirano, en un emperador incapaz de conciliar los diversos intereses en pugna, y atender las demandas sociales y políticas de los mexicanos. Por esta razón perdió la confianza de los que antes le aclamaban. Contrario a lo que suele afirmarse, la guerra por la independencia de México no terminó el 27 de septiembre de 1821, con la “entrada triunfal” de Iturbide a la ciudad de México. Para esa fecha, las tropas españolas todavía mantenían ocupadas las plazas de Durango, Acapulco, Veracruz y San Juan de Ulúa. Las tres primeras fueron liberadas en los siguientes meses, no así San Juan de Ulúa. En 1821, en la provincia de Veracruz continuó la guerra por la independencia de México hasta el 18 de noviembre de 1825, en que finalmente se logró la rendición de la fortaleza de Ulúa.


En Veracruz se libraron las últimas batallas tanto militares, como económicas y políticas. La prolongación de la guerra fue alimentada por los grandes intereses económicos con inversiones en México. La injerencia de los jefes militares y los comerciantes españoles en los asuntos de política interna, tributaria y de comercio, carcomieron los cimientos del pretendido imperio de Iturbide hasta su total demolición. En concreto, el emperador mexicano no pudo controlar Veracruz y con ello se privó de los recursos provenientes de la aduana y del tabaco.


Si bien los pronunciamientos de Iguala en 1821, de Veracruz en 1822 y de Casamata en 1823, tuvieron una dinámica propia, en esencia formaban parte de un mismo problema: el modelo de independencia para México, la autonomía provincial y la forma de gobierno nacional. El plan de Iguala se celebró con juras públicas y grandes festejos (repique de campanas, tedeum, altares, verbenas populares). El de 1822 fracasó. En cambio, el de 1823 fue el que reconcilió a las fuerzas políticas y militares nacionales y con ello se alcanzaron los acuerdos de la mayor trascendencia para México. En 1823, en territorio veracruzano se definió la suerte de Agustín I y de su imperio. Con el Plan de Casamata, las fuerzas armadas y demás actores políticos y sociales apoyaron la república como forma de gobierno, y se propuso al general Guadalupe Victoria como candidato presidencial del primer gobierno independiente de México (Ortiz Escamilla, 2008).


Los eventos aquí expuestos ofrecen otra visión sobre el derecho y el gusto de festejar el bicentenario de la Independencia, no importa si la fecha coincide con el inicio o con el final de la guerra. Lo que sí debemos tener presente es que este tipo de situaciones emergen ante la desesperanza de los habitantes de resolver por la vía jurídica y/o pacífica conflictos que por cuestiones políticas y económicas comprometen y arrastran a todos por igual. La guerra que inició en 1810, aun con sus excesos, condujo a la independencia de México, y en 1824 se adoptó el modelo de república como forma de gobierno. Bajo el nuevo modelo de Estado, los mexicanos alcanzaron los tan deseados derechos individuales ante la ley, y la libertad de opinión, culto, comercio y cultivo. En cambio, los derechos ciudadanos, las formas de representación, la organización político-administrativa de las provincias y las contribuciones que los habitantes debían pagar, quedaron subordinados a la voluntad de los gobiernos de los estados. Para alcanzar dichos objetivos, miles de hombres, mujeres y niños, comprometieron su vida, sus bienes y sus principios. Esto es lo que no debemos olvidar, y en nombre de ellos hay que conmemorar nuestra independencia. ■

REFERENCIAS

Archer, C. I. (2005), “Soldados en la escena continental: los expedicionarios españoles y la guerra de la Nueva España, 1810-1825”, en J. Ortiz Escamilla (coord.), Fuerzas militares en Iberoamérica, siglos XVIII y XIX, México, El Colegio de México/El Colegio de Michoacán/Universidad Veracruzana.

Florescano, E. y S. Swan (1995), Breve historia de la sequía en México, México, Universidad Veracruzana.

Ortiz Escamilla, J. (1997), Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, Sevilla, Universidad de Sevilla/Universidad Internacional de Andalucía/ El Colegio de México/Instituto Mora. Ortiz Escamilla, J. (2008), El teatro de la guerra. Veracruz, 1810-1825, Castellón, Universitat Jaume I.

Waldmann, P. (1999), “Guerra civil: aproximación a un concepto difícil de formular”, en P. Waldmann y F. Reinares (comps.), Sociedades en guerra civil. Conflictos violentos de Europa y América Latina, Barcelona, Paidós.

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