viernes, 26 de febrero de 2010

'Ni independencia ni revolución' Lorenzo Meyer en Agenda Ciudadana

En un país donde la política parece de caricatura, la auténtica caricatura puede ser alta política



Reconocimiento



Lo ideal es que los reconocimientos públicos se hagan mientras quien los merece esté aún entre nosotros y en activo. Es por eso que al aparecer en este año de centenarios el libro de Eduardo del Río, Rius, 2010, ni independencia ni revolución (Planeta, 2010), se abre la oportunidad de acercarnos a este autor no sólo para examinar sus ideas sobre la independencia y la revolución sino a su empeño por salvar, vía la caricatura y el humor crítico, lo que hay de esencial en México.

Honor y humor

Se dice que en 1525, y tras su derrota en Pavía a manos del emperador Carlos V, Francisco I, rey de Francia, herido y hecho prisionero, escribió a su madre: "todo se ha perdido menos el honor". En realidad, el rey escribió algo un poco más largo, pero lo que finalmente pasó a la historia es lo citado. Pues bien, en México, los herederos de otros derrotados en la misma época, y también por súbditos de Carlos V, podemos parafrasear al desafortunado monarca galo, y afirmar: mucho se ha perdido, menos el humor. Eso es, al menos, lo que se desprende de toda la obra de Rius, donde la ironía va a cuenta de lo perdido.

La buena acogida que desde hace 56 años han tenido los cartones, historietas e historias contadas por Rius con ayuda de sus "monos" -se trata de obras que ya traspasaron las fronteras, pues al menos una docena se ha traducido al inglés-, ha contribuido a mantener la autoestima de los mexicanos que se identifican con ellas. Con la visión, temas y personajes de Rius, y de los otros caricaturistas que han marchado por el mismo sendero, la dignidad ciudadana podrá estar herida pero no destruida.



El humor político de calidad suele ser uno de los ácidos que corroe y destruye esa parte del discurso del poder con el que las élites buscan ocultar abusos y hacer pasar por alta política lo que no es otra cosa que irresponsabilidad y demagogia combinadas con prepotencia, arbitrariedad y corrupción. Las caricaturas al estilo de Rius reafirman la verdad que encierra ese desafío que Miguel de Unamuno lanzó al poder de los franquistas: "venceréis pero no convenceréis".

El instrumento político empleado por Rius tiene una fuerte raíz histórica. Caricaturas en contra de los poderosos eran ya empleadas en la Roma imperial. La estirpe mexicana de donde proviene el distinguido "monero" zamorano construyó su propio espacio vital en la prensa de opinión de principios del siglo XIX. Fue esa época un mal momento para México pero, por lo mismo, un gran momento para la caricatura de oposición. Más adelante, ya en los periodos de estabilidad autoritaria -el Porfiriato y la post revolución-, hubo un esfuerzo sistemático desde el gobierno y con relación a la prensa y sus caricaturistas para combinar censura y represión con una buena dosis de cooptación, al punto que esta última fue ya el elemento dominante durante el régimen del PRI. Como consecuencia, proliferaron los ejemplos de caricaturistas dispuestos a legitimar al poder y contribuir así a diluir el sentimiento público de agravio. Sin embargo, la historia ha terminado por ser generosa y justa con quienes se arriesgaron a tomar el partido de los ofendidos y asumieron las consecuencias.

Rius siempre ha estado en las filas de estos últimos; baste recordar aquí dos episodios: esa caricatura suya de 1964 que fue presentada como portada de la revista Política y que resultó profética: un inconfundible Gustavo Díaz Ordaz (GDO) vestido con sotana y teniendo en su estola dos suásticas; ahora bien, el costo de ese gesto fue alto -Política desapareció- pero la definición del carácter de GDO resultó trágicamente acertada y eso se recuerda. Inmediatamente después del golpe autoritario, Rius reapareció y se superó con esa estupenda historieta que fueron "Los Supermachos", un microcosmos pueblerino que sirvió para destacar las características y consecuencias del ejercicio cotidiano del poder en el México del PRI clásico. "Los Supermachos" fueron todo un éxito, pues su tiraje llegó a ser de cientos de miles, pero el poder decidió castrar a esos personajes inolvidables -Calzonzin, don Perpetuo del Rosal, etcétera- mediante la compra, no del autor -eso era imposible-, sino de la editorial, lo que obligó a Rius a abandonar sus criaturas y éstas, ya pura forma sin contenido, terminaron en la insignificancia y el olvido. Nuestro "monero" volvió a la carga y dio vida a "Los Agachados" (1968-1981). Ambas historietas son hoy una fuente de primer orden para quien quiera conocer o investigar la naturaleza de la vida y la cultura cívica de México en la etapa clásica del autoritarismo priista.

El monero como historiador

Rius lleva ya más de medio siglo reflejando, vía sus "monos", una parte de la realidad mexicana afectada por el mal uso del poder pero, también, divulgando sus ideas en torno a un espectro tan amplio de temas, que el catálogo de sus más de cien libros abarca desde Cuba (fue el primero) hasta Cristo, o Marx, pasando por la filosofía y la alimentación. Hay en Rius un enciclopedista enfebrecido que, quizá por ser autodidacta, tiene la capacidad de llegar a un público tan amplio que es asombro y envidia de los especialistas "serios".



2010, ni independencia ni revolución no es el primer trabajo en que Rius aborda temas de la historia política mexicana, pero éste es ya una síntesis de su interpretación de nuestro pasado, una que busca crear conciencia y explicar la naturaleza de los problemas contemporáneos por vía de sus orígenes.


En las 192 páginas de la obra que aquí se comenta se aborda el pasado mexicano desde sus orígenes prehistóricos hasta el presente, pero poniendo el énfasis en dos tesis propias de este año de centenarios: la naturaleza de los procesos a los que dieron lugar tanto la independencia como la revolución, procesos que finalmente no llevaron ni a una independencia efectiva ni a un cambio realmente revolucionario. En consecuencia, no hay nada que celebrar.

La Independencia

Para Rius, la independencia no cumplió con lo que debió ser su meta central, según Morelos: transformar la estructura social de la colonia. Visto desde abajo, desde la perspectiva de los indios y parte de los mestizos, la transformación de la Nueva España en un Estado soberano no significó otra cosa que cambiar para no cambiar, porque ésa fue la intención de Iturbide y los criollos que le apoyaron. En esas condiciones, el sentido de patria simplemente no podía desarrollarse en la mayoría de los formalmente mexicanos.



La Revolución de 1910


Aquí Rius vuelve a sostener una tesis similar a la anterior y que coincide con la del académico norteamericano Ramón Eduardo Ruiz (The Great Rebellion: Mexico 1905-1924 [Norton, 1980]): la Revolución Mexicana no fue realmente una revolución sino una rebelión -"revolucioncita", la llamó en su libro de 1978-, pues las estructuras e instituciones del país no experimentaron transformaciones de importancia. Desde esta perspectiva, quienes podrían haber llevado a cabo una revolución, como Zapata o Villa, murieron en el intento, y los que finalmente alcanzaron el poder nunca intentaron una revolución, así pues "¿qué revolución festejamos?". Desde luego que terminada la lucha no hubo ni sufragio efectivo ni un cambio significativo en las estructuras de propiedad, sino más bien un cambio de personajes al frente de las estructuras de poder pero sin que éstas modificaran su orientación, al menos no antes de la llegada a la Presidencia del general Lázaro Cárdenas. En esta visión, Cárdenas y el cardenismo son lo inesperado, la notable excepción que confirma que lo ocurrido a partir de 1910 no fue una revolución.


Conclusión


La propuesta de Rius es contundente: en este 2010 no deberíamos festejar una independencia ni una supuesta revolución que finalmente no resolvieron sino apenas pospusieron los problemas y las contradicciones que se incubaron desde la época colonial. No siendo Rius un historiador ni un investigador profesional, y arriesgándose página a página a hacer grandes generalizaciones con pocos matices, tiene ciertos datos y afirmaciones que pueden ser cuestionados. Sin embargo, ese posible ejercicio de crítica al crítico no tiene sentido, pues el objetivo de Rius no es realmente hacer historia en el sentido estricto y puntual del término sino, entre muchas bromas y muchas veras, cuestionar el sentido mismo de la celebración oficial de los centenarios mediante una interpretación radical de nuestro proceso político desde la perspectiva de los agraviados históricos, de los que han constituido la gran base de la pirámide social de cada época.

miércoles, 24 de febrero de 2010

1810: ¿Festejar o conmemorar? Por Juan Ortiz Escamilla

Revista Metapolitica


Los mexicanos, ¿debemos festejar o conmemorar el 16 de septiembre? Ambas cosas. Festejar forma parte de una tradición de casi 200 años. Desde 1815, los insurgentes eligieron esta fecha para celebrar el día en que se dio la “voz de independencia” en México. Luego, el 4 de diciembre de 1824, el primer Congreso General la ratificó por ser el aniversario del “primer grito de independencia”. Desde entonces, año con año los mexicanos han convertido la conmemoración en una fiesta, la fiesta de la nación mexicana, por lo que no se debe, ni se puede, cambiar el sentido que tiene ahora.


También hay que conmemorar, es decir, traer a nuestra memoria las causas y efectos de esta guerra. A partir de los estudios recientes, los historiadores tenemos la obligación y estamos en condiciones de explicar dicho suceso en términos amplios al estudiar, además del desempeño de los líderes de la Revolución, a los partidarios de la contrainsurgencia o realistas, a las oligarquías, a los indígenas, a las castas, a las mujeres, a los niños y a los extranjeros. Tampoco podemos dejar de lado los cambios provocados por la guerra en las estructuras militares, político-administrativas, sociales y económicas. La guerra trastocó y en varios aspectos destruyó el orden virreinal. En los territorios controlados tanto por insurgentes como por realistas, ambos diseñaron sus propios modelos de organización militar y política a nivel local y regional. Por otro lado, las constituciones española (1812) y mexicana (1814) nutrieron de contenido ideológico a dichos cambios, y sentaron las bases del futuro Estado mexicano. La guerra y las constituciones dieron paso a la conformación de una nueva cultura ligada al uso de las armas y a nuevas formas de participación política.


¿Cuáles fueron los motivos que obligaron a miles de novohispanos (y al poco tiempo mexicanos), que en su mayoría eran pobres del campo y de los centros urbanos, para hacer justicia por su propia mano? En primer lugar se destaca la incapacidad y poca sensibilidad de la clase gobernante (monarcas, virreyes, audiencias, intendentes y subdelegados) para atender las demandas sociales relacionadas con los problemas económicos, sociales y políticos. El hartazgo del pueblo fue tal que se lanzó en masa contra el tirano, es decir, la clase gobernante coludida con los grandes propietarios.


En segundo lugar, la pauperización de las clases medias provocada por la llamada “consolidación de vales reales”. En 1804 el monarca ordenó que los bienes hipotecados a favor del clero fueran rematados y las utilidades remitidas a la península para financiar la guerra que España libraba contra Inglaterra. Por esta disposición muchos propietarios perdieron sus bienes. Tampoco debemos olvidar los donativos y préstamos forzosos para el mismo fin; el abuso de los servidores reales (como los subdelegados) con las comunidades indígenas que sin su consentimiento arrendaban sus tierras, y de las argucias legales para que éstas no pudieran disponer de los fondos guardados en las llamadas cajas de comunidad. Sobre los indios y castas también pesaba el “pago de tributo”, equivalente a un peso anual por cabeza de familia. Otros sectores novohispanos debían pagar el diezmo y la alcabala. Por si fuera poco, los años de 1807 a 1810 fueron terriblemente secos y afectaron a toda la producción agrícola, con la consecuente alza de precio y especulación de productos (Florescano y Swan, 1995, p. 56).


A la crisis económica se sumaron las demandas de tipo social y político. En mayo de 1810, el obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, informó que la sociedad novohispana se encontraba dividida por el ardiente deseo de independencia, el cual se había planteado una vez conocida la noticia de que los franceses habían ocupado la península y habían obligado a los monarcas borbones, quienes eran la fuente de legitimidad del orden virreinal, a abdicar a favor de la familia Bonaparte. Para evitar esta catástrofe, el obispo recomendó suspender el préstamo forzoso de los cuarenta millones de pesos impuesto a los territorios americanos; dictar leyes para lograr la igualdad social de los hombres libres; establecer la libertad de cultivo, el libre comercio y la apertura de puertos al comercio internacional. También propuso que el nuevo virrey designado para la Nueva España fuera un militar, “inteligente, recto, activo y enérgico”, el cual debía llegar acompañado de un contingente respetable de tropa bien armada y disciplinada. Como la Nueva España carecía de armamento, había que traerlo de Europa, lo mismo que operarios de Sevilla para la construcción de cañones.


Antes del llamado “grito de Dolores”, los criollos de las provincias de Valladolid, Guanajuato, Nueva Galicia y Querétaro, de manera secreta concibieron un levantamiento con milicianos americanos con la finalidad de destruir al “ilegítimo gobierno virreinal” existente desde 1808, el cual había sido impuesto por los españoles más poderosos de Nueva España. En su lugar, se formaría una junta nacional con la representación de los ayuntamientos del virreinato. También se propuso aprehender a todos los peninsulares, expulsarlos de los territorios americanos y confiscar sus bienes. Este proyecto perdió sentido en el momento en que el líder de la insurrección, don Miguel Hidalgo, incluyó en los planes militar a todos los americanos, sin importar su habilidad y destreza en el arte de la guerra (Ortiz Escamilla, 1997).


Se deben conmemorar los sucesos de 1810, porque en la madrugada del 16 de septiembre no inició una guerra por la independencia de México, sino que marcó el inicio de una guerra civil. Waldmann (1999, pp. 28-29) establece que en las guerras civiles uno de los bandos defiende a quienes ostentan el poder político, y existe un mínimo de equilibrio entre ambas fuerzas. En ellas domina la brutalidad y la crueldad. Como no pueden destruirse fácilmente, se dedican a vejar, a extorsionar y a saquear a la indefensa población civil.

Quien mejor entendió y explicó el significado de la guerra de 1810 fue el obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo. Para él se trataba de “uno de esos fenómenos extraordinarios que se producen de cuando en cuando en los siglos, sin prototipo ni analogía en la historia de los sucesos precedentes. Reúne todos los caracteres de la iniquidad, de la perfidia y de la infamia. Es esencialmente anárquica, destructiva de los fines que se propone y de todos los lazos sociales”. En este contexto, debemos destacar dos elementos principales de los insurgentes. En primer lugar, la ausencia de un liderazgo único que coordinara las acciones de guerra y condujera a los soldados hacia el objetivo principal que era la toma del poder virreinal. Las partidas de rebeldes se multiplicaron de acuerdo al número de regiones que conformaban la Nueva España y la mayoría de las veces no reconocieron a autoridad superior alguna. Estos grupos armados, por lo general permanecían estacionados en un territorio determinado. En segundo lugar, cada jefe y grupo armado justificaron sus actos utilizando múltiples argumentos: había quienes luchaban por la independencia de México; otros se movilizaron ante el supuesto peligro de su fe y sus creencias; unos más simplemente buscaban una mayor autonomía regional; a veces dominaban las venganzas personales por agravios del pasado, o eran seducidos por el saqueo y beneficio personal.


En la guerra de 1810, los insurgentes perdieron la oportunidad de consumar con éxito el plan que se habían propuesto, es decir, ocupar la capital para luego formar un gobierno nacional. A pesar de haber organizado gobiernos americanos en cinco provincias (Guanajuato, Valladolid, Nueva Galicia, Zacatecas y San Luis Potosí) del virreinato y de haber derrotado a la principal fuerza de oposición en Monte de las Cruces, los insurgentes mostraron debilidad y falta de firmeza, al no marchar sobre la ciudad de México, la cual se encontraba a su paso. Los realistas simplemente aprovecharon las flaquezas e inexperiencia de sus oponentes para poner orden en las poblaciones en las que los rebeldes estaban destruyendo todo cuanto había a su paso. Cabe destacar que en esta guerra no hubo financiamiento del exterior, los combatientes se apropiaron de los bienes que encontraron en su recorrido hasta agotarlos. No importó que fueran propiedad del rey, de particulares o de corporaciones civiles y religiosas.


En sus inicios, la insurgencia fue encabezada por los criollos milicianos seguidos de los indios y de las castas en contra de los españoles peninsulares locales. Mientras tanto, como las tropas regulares del ejército apenas llegaban a 2 mil plazas, y como buena parte de los oficiales ya no eran aptos para el servicio, se habilitaron nuevos oficiales y fuerzas armadas para combatir a los alzados en las siete intendencias no insurreccionadas. Ambos ejércitos debieron construir su propio armamento ya que el existente era escaso y se encontraba resguardado en la fortaleza de San Carlos en Perote, muy lejos del teatro de la guerra. Tras la reconquista realista de las ciudades, villas y pueblos, los criollos y la clase propietaria en general se indultaron y se sumaron a los planes contrainsurgentes, mientras que, buena parte de las castas y de los indios permanecieron fieles a la insurgencia. Mientras las tropas realistas controlaban la situación en algunas provincias, el movimiento se extendía a otras, lo que prolongó la guerra civil por varios años.


¿En qué momento inicia la guerra por la independencia de México? No podemos negar que las principales fuerzas insurgentes, es decir, primero Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, y después José María Morelos e Ignacio Rayón, luchaban por alcanzar la independencia. Sin embargo, los insurgentes tardaron tres años (6 de noviembre de 1813) en elaborar y publicar la “Declaración de absoluta Independencia de esta América Septentrional”, en la cual hacían explícita la ruptura total con la monarquía española. A partir de esta fecha, la posición de los contendientes se radicalizó y aumentaron los enfrentamientos armados y de exterminio entre adversarios. El enfrentamiento armado y verbal entre americanos y españoles se hizo más evidente en el momento en que empezaron a llegar tropas peninsulares en auxilio del gobierno colonial, aquellas que habían logrado derrotar a los franceses en la península (Archer, 2005).


Los regimientos y batallones expedicionarios fueron distribuidos en toda la Nueva España con la consigna de pacificar a los pueblos por medio del indulto, del otorgamiento de la ciudadanía, de la creación de ayuntamientos en todas las poblaciones con más de mil almas y de la conversión de las antiguas fuerzas insurgentes en compañías de patriotas. A partir de 1817 los indultos y asesinatos de jefes insurgentes fueron de lo más común. Sólo en el sur de México y en algunas regiones de Veracruz grupos armados se mantuvieron en pie de lucha. Ni el romántico guerrillero Xavier Mina tuvo el tiempo suficiente para abastecer de armas a los rebeldes, y muchos de los que estaban en pie de lucha se negaron a apoyarlo. El ejército colonial construyó el mito de Mina para, ante una supuesta amenaza, intensificar la represión sobre la población civil.


La estructura militar realista creada durante la guerra con el “plan Calleja” fue la misma que Agustín de Iturbide empleó para iniciar, en Iguala, el levantamiento armado contra el reestablecimiento de la Constitución de 1812, la cual daba plena autonomía para su organización política, fiscal, judicial y mejoras sociales, a las doce intendencias ahora convertidas en diputaciones provinciales. Con esta disposición, las diputaciones se convertían en entidades independientes del gobierno de la ciudad de México, y sólo tenían que atender y responder de sus actos ante las Cortes de Madrid. El radicalismo autonómico provincial fue tan fuerte, que la antigua Nueva España estuvo a punto de terminar pulverizada en pequeños Estados independientes. El levantamiento militar de Iturbide evitó la desintegración de un territorio que había tardado varios siglos en conformarse bajo un mismo gobierno.


Para el éxito del pronunciamiento de Iguala, Iturbide contó con la adhesión de los antiguos insurgentes del sur, de las milicias provinciales y cívicas y de los ayuntamientos de villas y pueblos. Se trataba de organizaciones militares y políticas que ya no representaban los intereses de la monarquía española y sí de la mayor parte de los americanos. En cambio, los grupos de poder regional representados en los ayuntamientos de las ciudades y las diputaciones provinciales ya constituidas, en principio se negaron a segundarlo por considerarlo contrario a los principios legales y constitucionales. Ante la amenaza de destrucción de los recintos urbanos y de los saqueos y decomisos de bienes de opositores, autoridades y vecinos se vieron obligados a aceptar las demandas de los militares y juraron el acta.


Mientras tanto, la mayoría de los oficiales y soldados peninsulares rechazaron el “plan reconciliador” por considerarlo contrario a sus principios y honor. Optaron por el armisticio y la rendición de las plazas para luego embarcarse con rumbo a La Habana. Sólo las tropas acantonadas en el puerto de Veracruz se negaron a ceder la isla de san Juan de Ulúa, desde donde matuvieron comunicación con quienes estaban contrarios a la independencia, los que en sus inicios habían apoyado a Iturbide y ahora le atacaban por considerarlo traidor a la causa que había encabezado. Éstos eran los grupos más poderosos y conservadores de México, entre los que se encontraban los miembros del consulado de comerciantes de la capital, del tribunal de Minería y de los obispos de Valladolid, de Guadalajara, de Puebla, de Oaxaca y de Monterrey. Todos seriamente afectados en sus intereses por las políticas liberales de las Cortes.


En los siguientes 16 meses, de libertador, Iturbide se convirtió en tirano, en un emperador incapaz de conciliar los diversos intereses en pugna, y atender las demandas sociales y políticas de los mexicanos. Por esta razón perdió la confianza de los que antes le aclamaban. Contrario a lo que suele afirmarse, la guerra por la independencia de México no terminó el 27 de septiembre de 1821, con la “entrada triunfal” de Iturbide a la ciudad de México. Para esa fecha, las tropas españolas todavía mantenían ocupadas las plazas de Durango, Acapulco, Veracruz y San Juan de Ulúa. Las tres primeras fueron liberadas en los siguientes meses, no así San Juan de Ulúa. En 1821, en la provincia de Veracruz continuó la guerra por la independencia de México hasta el 18 de noviembre de 1825, en que finalmente se logró la rendición de la fortaleza de Ulúa.


En Veracruz se libraron las últimas batallas tanto militares, como económicas y políticas. La prolongación de la guerra fue alimentada por los grandes intereses económicos con inversiones en México. La injerencia de los jefes militares y los comerciantes españoles en los asuntos de política interna, tributaria y de comercio, carcomieron los cimientos del pretendido imperio de Iturbide hasta su total demolición. En concreto, el emperador mexicano no pudo controlar Veracruz y con ello se privó de los recursos provenientes de la aduana y del tabaco.


Si bien los pronunciamientos de Iguala en 1821, de Veracruz en 1822 y de Casamata en 1823, tuvieron una dinámica propia, en esencia formaban parte de un mismo problema: el modelo de independencia para México, la autonomía provincial y la forma de gobierno nacional. El plan de Iguala se celebró con juras públicas y grandes festejos (repique de campanas, tedeum, altares, verbenas populares). El de 1822 fracasó. En cambio, el de 1823 fue el que reconcilió a las fuerzas políticas y militares nacionales y con ello se alcanzaron los acuerdos de la mayor trascendencia para México. En 1823, en territorio veracruzano se definió la suerte de Agustín I y de su imperio. Con el Plan de Casamata, las fuerzas armadas y demás actores políticos y sociales apoyaron la república como forma de gobierno, y se propuso al general Guadalupe Victoria como candidato presidencial del primer gobierno independiente de México (Ortiz Escamilla, 2008).


Los eventos aquí expuestos ofrecen otra visión sobre el derecho y el gusto de festejar el bicentenario de la Independencia, no importa si la fecha coincide con el inicio o con el final de la guerra. Lo que sí debemos tener presente es que este tipo de situaciones emergen ante la desesperanza de los habitantes de resolver por la vía jurídica y/o pacífica conflictos que por cuestiones políticas y económicas comprometen y arrastran a todos por igual. La guerra que inició en 1810, aun con sus excesos, condujo a la independencia de México, y en 1824 se adoptó el modelo de república como forma de gobierno. Bajo el nuevo modelo de Estado, los mexicanos alcanzaron los tan deseados derechos individuales ante la ley, y la libertad de opinión, culto, comercio y cultivo. En cambio, los derechos ciudadanos, las formas de representación, la organización político-administrativa de las provincias y las contribuciones que los habitantes debían pagar, quedaron subordinados a la voluntad de los gobiernos de los estados. Para alcanzar dichos objetivos, miles de hombres, mujeres y niños, comprometieron su vida, sus bienes y sus principios. Esto es lo que no debemos olvidar, y en nombre de ellos hay que conmemorar nuestra independencia. ■

REFERENCIAS

Archer, C. I. (2005), “Soldados en la escena continental: los expedicionarios españoles y la guerra de la Nueva España, 1810-1825”, en J. Ortiz Escamilla (coord.), Fuerzas militares en Iberoamérica, siglos XVIII y XIX, México, El Colegio de México/El Colegio de Michoacán/Universidad Veracruzana.

Florescano, E. y S. Swan (1995), Breve historia de la sequía en México, México, Universidad Veracruzana.

Ortiz Escamilla, J. (1997), Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, Sevilla, Universidad de Sevilla/Universidad Internacional de Andalucía/ El Colegio de México/Instituto Mora. Ortiz Escamilla, J. (2008), El teatro de la guerra. Veracruz, 1810-1825, Castellón, Universitat Jaume I.

Waldmann, P. (1999), “Guerra civil: aproximación a un concepto difícil de formular”, en P. Waldmann y F. Reinares (comps.), Sociedades en guerra civil. Conflictos violentos de Europa y América Latina, Barcelona, Paidós.

viernes, 19 de febrero de 2010

Exactamente ¿qué vamos a celebrar?

Lorenzo Meyer en Agenda Ciudadana
Una reflexión sobre los errores y aciertos ocurridos en los procesos de la independencia y la revolución sería la manera más útil de conmemorar 1810 y 1910
El corazón del problema
A dos siglos del inicio de la lucha por la independencia y a un siglo del inicio de la lucha por destruir una dictadura oligárquica, queda claro que ambos sucesos no fructificaron como se esperaba: no lograron encauzar a México por la ruta de un desarrollo material y social sólido y justo.
Celebración
De acuerdo con su definición, celebrar significa, entre otras cosas, abandonar la rutina para honrar, rendir homenaje o exaltar a personas o eventos extraordinarios mediante ceremonias solemnes que buscan crear conciencia pública en torno a logros excepcionales. Claro que el término también admite lo no solemne: la ocasión para el contento general.
La semana pasada, el gobierno de Felipe Calderón anunció que se propone llevar a cabo una celebración a lo largo de todo el año para conmemorar el Grito de Dolores de 1810 y el llamado de Francisco I. Madero al levantamiento general el 20 de noviembre de 1910. El contenido de esa celebración oficial serán, básicamente, 2 mil 300 acciones o eventos en todo el país. Uno de esos eventos se concentrará en un solo día, implicará la participación masiva de miles de actores al estilo de las inauguraciones de los juegos olímpicos y tendrá un costo de 60 millones de dólares (Proceso, 14 de febrero).
De cara a esos planes oficiales surge el planteamiento de las alternativas: más que celebrar de manera espectacular el bicentenario y el centenario del arranque de dos dramáticos y feroces eventos de rebeldía popular, los tiempos deberían conducirnos a festividades austeras por un lado y por el otro a una gran reflexión -es aquí donde se debería hacer la cosa grande- sobre las causas que han llevado a que finalmente la gran energía colectiva desatada por lo acontecido en 1810 y 1910 no haya cumplido con las expectativas de quienes la iniciaron ni con las promesas de largo plazo de quienes construyeron un nuevo orden supuestamente superior al destruido.
Los celebrantes
No obstante que el actual es un gobierno de derecha y, por definición, sin simpatía por movimientos que buscan destruir por la fuerza el régimen establecido como fueron los de 1810 y 1910, ya se echó a andar la maquinaria de la celebración. Sin embargo, no está claro qué es lo que el grueso de los mexicanos desearía celebrar -si es que están de ánimo para celebrar- ni cómo quisieran hacerlo. Según una encuesta, el 45.2 por ciento de los ciudadanos se mostró dispuesto a recordar ambas fechas por igual, pero un 40.5 por ciento mostró preferencia por la independencia y apenas el 11 por ciento por la revolución (Consulta Mitofsky, 15 de noviembre, 2009). Ahora bien, en relación a qué opinan los mexicanos en torno al cómo y a qué costo se debe celebrar, no hay datos. Sin embargo, y por la naturaleza de los tiempos que corren -pobreza, desempleo, inseguridad, polarización política, desigualdad creciente-, es posible suponer que lo apropiado serían ceremonias sobrias y usar de la reflexión histórica para escudriñar el futuro.
Una hipótesis
La rebelión contra el dominio español sobre México desembocó en un conflicto interno de magnitud sin precedentes, pues por tres siglos la autoridad del rey no había sido desafiada en la escala y con la fuerza en que lo fue en 1810. La destrucción material y el daño causado a la estructura institucional fueron sustantivos. Sin embargo, la unión de conveniencia en 1821 de las fuerzas en conflicto para declarar la separación de España llevó a que por un momento el talante que dominó en la esfera de lo público fuera de optimismo desbordado: libre de sus ataduras a España, el heterogéneo grupo dirigente supuso que acababa de abrir un brillante futuro para la rica y nueva nación mexicana (Javier Ocampo, Las ideas de un día, El Colegio de México, 1969).
El optimismo apuntado fue breve y pronto el país, sin consolidarse como nación, cayó en el conflicto interno, fue agredido por el exterior y le fue imposible contar con un mínimo de estabilidad política que le permitiera una vida normal. Donald Stevens sistematizó los indicadores de esa inestabilidad entre 1825 y el inicio de la Guerra de Reforma en 1857 (Origins of Instability in Early Republican Mexico, Duke University Press, 1991). En 33 años hubo 41 rebeliones campesinas, Tabasco tuvo 50 gobernadores, la Secretaría de Hacienda cambió de manos 87 veces y 49 la jefatura del Poder Ejecutivo; en promedio, el ocupante del cargo apenas si duró 12.8 meses. La conclusión es inescapable: la independencia hizo que México pasara de ser una colonia exitosa -la más importante del imperio español en América- a ser un Estado fallido.
Falla de origen
Una explicación del gran fracaso del México independiente para constituirse en un Estado viable se tiene en la naturaleza del viejo orden. Un análisis comparado de las características de la colonización española y británica en América arroja mucha luz sobre ese problema. De acuerdo con el impresionante estudio de J. H. Elliot (Empires of the Atlantic World, Yale University Press, 2006), la idea original de la empresa colonial británica en lo que hoy es Estados Unidos era simplemente reproducir lo que España había hecho antes en México: crear una colonia de explotación con base en una minería de metales preciosos y mano de obra indígena. Sin embargo, los ingleses nunca descubrieron yacimientos como los de México y nunca pudieron dominar a la población nativa como los españoles a los aztecas y se tuvieron que conformar con dar forma a unas colonias de poblamiento con base en el trabajo de los propios europeos. Esa imposibilidad de los ingleses para convertirse en "conquistadores" les obligó a ser simplemente "planters" (colonos). Sin embargo, esa frustración original se convirtió en algo muy positivo cuando las 13 colonias inglesas se transformaron en Estados Unidos de América, pues ese tipo de colonización resultó ser la preparación adecuada para dar forma a un Estado exitoso.
En un artículo del American Journal of Sociology (V. 111, No. 5, marzo 2006), Matthew Lange, James Mahoney y Matthias Vom Hau desarrollaron una comparación entre el colonialismo español y el británico y llegaron a esta conclusión: las diferencias en los modelos económicos implantados por las dos metrópolis son un factor fundamental para explicar la suerte que corrieron las colonias al transformarse en Estados independientes. Los españoles tendieron a imponer un modelo económico mercantil en zonas que antes de la colonización ya estaban densamente pobladas y con un desarrollo significativo. En contraste, cuando Inglaterra colonizó, también de manera extensiva, lo hizo en zonas con una baja densidad de población original y con un desarrollo relativamente simple, pero en las que implantaron un sistema económico liberal. Tras la independencia el resultado de esa diferencia fue la reversión de las características originales, pues las zonas de influencia mercantilista y con gran población nativa entraron en una etapa de subdesarrollo en tanto que aquellas de influencia liberal se encaminaron al desarrollo, al punto que una de ellas, Estados Unidos, ya era una potencia al final del siglo XIX. Desde luego que la diferencia en los modelos económicos y de sus respectivos conjuntos de instituciones políticas, legales y culturales no explica todo el éxito o todo el fracaso de la etapa nacional, pero sí una parte sustantiva de ese resultado.
La lección
Desde la óptica del proceso histórico, lo que este bicentenario del inicio de la lucha por la independencia nos debería llevar a comprender es, entre otras cosas, que todo cambio de régimen, incluido el que se intentó hace apenas 10 años, es una empresa extraordinariamente complicada porque la herencia que deja el viejo orden puede ser un factor que ayude o frustre el proyecto de futuro. De ahí la enorme responsabilidad de quienes encabezan lo nuevo.
En 1821 las mejores mentes del país que nacía intentaron desentrañar la magnitud del reto, pues mientras los norteamericanos tenían que consolidar, lo hecho en la ex Nueva España había que modificarlo y sustancialmente. La enormidad del problema rebasó los cálculos y la imaginación de quienes encabezaban al nuevo Estado y pronto se impusieron los egoísmos de grupo. En el 2000 se suponía que los "insurgentes" tenían una "capacidad intelectual instalada" mayor de la que había hace dos siglos, pero no fue así y otra vez corremos el riesgo de frustrar el propósito del cambio. Una gran reflexión comparando lo ocurrido a partir de 1810 con los tiempos que corren sería una manera útil de conmemorar nuestro origen como nación moderna. Sin embargo, esa reflexión no vendrá del sector oficial, tendría que hacerse desde fuera.

martes, 9 de febrero de 2010

SOBRE NUESTRA GIRA POR EL TERRITORIO OAXAQUEÑO

A inicios de enero del 2010, iniciamos un recorrido por las regiones del estado de Oaxaca, una tarea que no se veia sencilla por ninguna parte, pero que sin embargo bien valia la pena realizar. Fue asi como en el animo de reunirnos con jovenes de diferentes lugares de nuestro estado, se dio inicio al primer recorrido en el distrito de Huajuapan de Leon, nos encontramos con una buena organizacion de los jovenes de ese lugar, intercambiamos puntos de vista y coincidimos en que era necesario impulsar el tema de la juventud. El desempleo al terminar una carrera profesional, la falta de atencion al campo, la falta de espacios deportivos y la discriminacion por cuestiones de edad y preferencia sexual afloraron en el pequeño debate que sostuvimos con los jovenes de Huajuapan.
Despues estuvimos en Tlaxiaco, lugar donde por cierto hacia mucho frio dado que se encuentra ubicado a una buena altura sobre el nivel del mar, sin embargo fue un lugar muy calido porque tuvimos muy buen recibimiento de parte de sus habitantes, lo cual se muestra en la hospitalidad con que se atendio la visita. Nos entrevistamos con los jovenes de Instituto Tecnologico, la preparatoria y dos bachilleratos que se encuentran instalados en ese lugar. Se nos dio la oportunidad de estar 15 minutos en los microfonos de la radio local, con lo cual hicimos llegar el mensaje de la transicion democratica a mas de cien mil habitantes de la region. Se hizo mencion que existe un alto indice de migracion de los jovenes en edad de estudiar, hacia los Estados Unidos de America porque no tienen oportunidad para seguir estudiando y mucho menos empleo, pues la zona presenta mucha marginacion.
Posterior a Tlaxiaco bajamos a tierras con clima mas calido, en el distrito de Putla de Guerrero, muy temprano nos dirigimos a visitar a jovenes de la escuela de educacion normal quienes nos expresaron la dificultad que presentan para acceder a otro tipo de formacion academica, pues implica desplazarce a Tlaxiaco, a la ciudad capital u a otros estados. Lo que se ve obstaculizado porque no tienen los recursos suficientes para ir a vivir a otros lugares y pagar renta. Por ello coincidimos en que los jovenes debemos apostarle a mejorar las condiciones de vida haciendo que nuestras necesiades sean atendidas y que eso no sera posible mientras tengamos un pueblo sin acceso a la educacion para todos, donde no se destina lo suficiente para el desarrollo productivo del estado.
En Pinotepa Nacional visitamos a los compañeros del Instituto Tecnologico quienes manifestaron su preocupacion ante la falta de empleo, la principal actividad del lugar es el campo y un tanto el comercio. Por lo que ellos piden que se destinen mayores recursos al financiamiento de actividades productivas que permitan generar empleos y aprovechar los recursos naturales con los que cuentan.
A nuestro regreso a la ciudad de Oaxaca saludamos a 2 niños de 8 años que trabajaban en su parcela situada a orillas del rio verde, nos comentaron que desde muy niños son educados para las labores del campo, pues es la fuente de donde se sostienen ellos y sus familiares, que les gusta ir a la escuela y que uno de ellos quiere ser ingeniero para ayudar a su pueblo a salir adelante. Esa expresion basto para darnos cuenta que las nuevas generaciones quieren salir adelante, que hay sueños, que hay esperanza en el futuro y que esos sueños se deben concretar a traves de lo que nosotros podemos hacer que es aportar nuestra voluntad para que en Oaxaca las cosas cambien verdaderamente.