Marco Revelli
La pareja derecha/izquierda es la moneda fundamental del intercambio político en las democracias occidentales, escribían hacia mediados de los años noventa del siglo XX John Huber y Ronald Inglehart —dos de los principales politólogos contemporáneos. Exactamente como el precio y la cantidad en las transacciones económicas, la ubicación “a la derecha” o “a la izquierda” aparece, en efecto, como una constancia simple en cualquier análisis de la práctica política y de sus lógicas. Constituye, en gran medida, su principal condición de racionalidad: la base —a pesar de que sea precaria— de un “orden del discurso” dominado por una particular sintaxis compartida. Al igual que pasa en el caso del mercado, donde la crisis de la confianza en la moneda antecede una inminente caída económica, la pérdida de operatividad y consenso en la antítesis derecha/izquierda puede ser leída como el síntoma inquietante de una equivalente crisis sistémica del ámbito político.
En el fondo, éste es el escenario en el cual nos estamos moviendo en el actual pasaje de siglo. En los mismos años en los cuales Huber e Inglehart afirmaban la centralidad de la diada, el clivaje derecha/izquierda llegaba hasta el fondo precisamente de un ciclo negativo impactante en tanto principio de la organización del campo político, cuya manifestación más palpable era el registro de su mínimo histórico en términos de consenso. De hecho, las cosas no han cambiado en la década actual: tal parece que el siglo XX se ha cerrado con una fuga desordenada de las identidades políticas que habían estructurado, para bien o para mal, su experiencia histórica.
Si tomamos como ejemplo a Francia, donde nació la distinción derecha/izquierda y en la cual la política ha asumido tradicionalmente caracteres paradigmáticos, el fenómeno es particularmente evidente. Para ello, tenemos a nuestra disposición la encuesta TNS Sofres, patrocinada por la Fundación Jean Jaurés y por el Nouvel Observateur, y que desde hace treinta años cubre año con año los humores del electorado sobre el particular. En Francia, en los inicios de los años ochenta, a la pregunta sobre la actualidad de las nociones de derecha e izquierda, sólo el 33 por ciento de los entrevistados afirmaba considerarla como “superada”, aunque ya en 1984 habían subido a 49 por ciento. Hacia finales de esa misma década (en medio del larguísimo ciclo mitterrandiano), el porcentaje llegaba a 56 por ciento, para alcanzar su pico de 60 por ciento en 1992. Nivel que se mantuvo, con pequeñas variaciones, a lo largo de la década siguiente (caracterizada por una doble cohabitación) hasta el año 2002. Esto significa que, al inicio del siglo XXI, sólo un poco más de una tercera parte del electorado francés seguía creyendo en el valor identitario de la antítesis. Al respecto, puede ser interesante considerar el hecho de que los porcentajes más altos de juicios negativos sobre la validez de la pareja derecha/izquierda se registraron entre la parte de la población más educada (el 71 por ciento de personas con diploma universitario se manifestaron en este sentido) y entre los “cuadros” y las “profesiones intelectuales” (73 por ciento). Son los sectores que Paul Ginsborg definiría —hace pocos años— como las “clases medias reflexivas”, es decir, el núcleo más sensible de la opinión pública, a pesar de que es el menos organizado.
Sin embargo, esto no significa —como cualquiera lo puede corroborar cotidianamente— que los términos “derecha” e “izquierda” hayan desaparecido de nuestro lenguaje público. Es decir, que al caer en descrédito, cayeron en desuso. Al contrario, a pesar de las infinitas declaraciones de su presunta muerte, siempre los encontramos con insospechada vitalidad apenas uno empieza a hablar de política. O bien cuando alguien empieza a escribir su crónica. Por ejemplo, en los periódicos, donde los términos han sido repudiados en infinidad de ocasiones por los llamados líderes de opinión en las páginas culturales, o en las secciones donde se hace la supuesta reflexión “alta”. Sin embargo, derecha/ izquierda, “desacreditados residuos de la época de las ideologías y de los identidades políticas” son citados con frecuencia y desenfado en las primeras páginas por aquellos periodistas que deben ocuparse, prosaicamente, de la “cocina política” de todos los días. Es un poco como lo que sucede con algunos despreciables sacerdotes que, a pesar de no creer más, siguen invocando a su dios —quizá para maldecirlo. Sin embargo, en las actitudes del elector medio, cuando llega el momento de autorepresentarse políticamente, la contradicción regresa. Así pues, en la encuesta antes citada tenemos a aquellos que al tiempo que decretan colectivamente su superación, cuando se les pide en el mismo cuestionario colocarse en algún punto del espectro que corre de izquierda a derecha, siguen haciéndolo diligentemente. Claro está, con cierta dificultad, ya que son cada vez más exiguas las identidades “puras”, ubicables en los extremos, lo que permite el crecimiento del “centro” no politizado: expresión para la dificultad de identificarse en un lugar real. A pesar de ello, no deja de ser una posición mayoritaria: sólo un tercio se aleja al rechazar la propuesta de auto-ubicarse en aquel espacio que los autores de la investigación definen como “lagunoso”. Síntoma, hay que decirlo, de un particular tipo de malestar psíquico de la conciencia política, de una desconexión entre pensamiento y acción, entre representación mental y realidad; o, si se prefiere, de una distancia creciente entre la vida colectiva —la experiencia cotidiana— y las formas, las figuras, el léxico y las categorías consolidadas con las cuales la política se representa. Pareciera que fueran planos distintos de la realidad, “lógicas diferentes de la narración”. De cualquier forma, el resultado es una paradoja, en cuyo interior nacerán una serie de paradojas.
Así pues, una primera paradoja está constituida por la imagen implacablemente uniforme, monocroma y homogénea del espacio público que se obtendría si se aplicará rigurosamente a las confrontaciones políticas actuales en las principales democracias occidentales el esquema intrínseco de la dicotomía y la polarización “derecha/ izquierda”, concebida como opuestos por panoramas diferenciados, policromáticos y no homogéneos. Para tener una impresión de representación, podemos observar los recientes “mapas” diseñados por el esquema del political compass, que estructura en modo cartesiano el espacio político en cuatro cuadrantes delimitados por un eje horizontal dirigido de izquierda a derecha según las actitudes más o menos “comprometidas” en el campo económico y social; y uno eje vertical orientado de arriba hacia abajo según las actitudes más o menos autoritarias o liberales en el campo de las costumbres. Si consideramos, por ejemplo, la cartografía política que se obtenía de los entonces candidatos a las elecciones primarias en Estados Unidos de ambos partidos, la cual los mostraba concentrados, a todos, en el cuadrante de los “autoritarios de derecha”, encontramos en una bizarra convivencia tanto a Hillary Clinton y Newt Gingrich (muy próximas hacia arriba —sobre el eje del autoritarismo— y un poco más a la derecha); John McCain y Barak Obama (éste último ligeramente más inclinado hacia el centro respecto a Clinton, pero también más “autoritario”); John Edwards y Rudy Giuliani. Solo dos figuras menores —Dennis Kucinick y Mike Gravel— no corresponden a este destino, ubicándose, aunque sea por muy poco, en el cuadrante de los “liberales de izquierda”. Del mismo modo, para la ubicación de los gobiernos europeos, en 2006 tenemos lo siguiente: todos se encuentran concentrados en el cuadrante de arriba hacia abajo, con la excepción de Suecia, Finlandia, Dinamarca y Holanda, cada vez más a la “derecha”, pero contrario a los norteamericanos, con poca distancia por abajo del eje que separa a los autoritarios de los liberales. Esto produce, es necesario decirlo, un determinado efecto —aunque su racionalidad la tendrá—, sobre todo si observamos a Inglaterra con el new labor de Tony Blair ubicado casi en las mismas coordenadas espaciales que Grecia con el ultraconservador Costas Karamanlis y significativamente más a la derecha de Francia, bajo el régimen neogollista de Jacques Chirac.
Una segunda paradoja —en algunos aspectos una paradoja en la paradoja— consiste en el hecho de que la borrosidad de la dicotomía “derecha/izquierda”, se manifiesta precisamente en el momento en el cual, en el escenario global, el escándalo de la desigualdad explota con todos sus efectos. Sobre todo, en una fase histórica donde la cuestión de la “igualdad”[1] es (o debiera ser) impostergable y crucial con relación a la elaboración de un “orden compartido” (político por excelencia). Ahora bien, el constatar que las distancias políticas entre derecha e izquierda se van reduciendo en el imaginario colectivo casi hasta perder sentido, mientras las distancias sociales entre los primeros y los últimos sobre el plano mundial crecen o, de cualquier manera, revelan una dimensión hasta hace muy poco juzgada como intolerable, dice mucho sobre el mal oscuro que parece minar hoy, en lo profundo, la racionalidad política y, en general, la esfera misma de lo “político”, tal y como nuestra modernidad lo había concebido.
En efecto, los profesionales de la opinión “segura” desde hace un tiempo repiten una y otra vez que las cosas van bien. Que la disolución del contraste entre identidades colectivas opuestas es normal. Más aún: que es un signo de la normalización cumplida, de un deseado y deseable tránsito de la política, finalmente, del estado de adolescencia al de la madurez; de la confrontación ideológica a la conquista de una dimensión pragmática, en la cual la investigación común de las soluciones posibles prevalece sobre el énfasis de los problemas indisolubles. Divagan pero no convencen. A pesar de la corrosiva fuerza mediática del lugar común, no logran disipar del todo la sensación de un “desorden nuevo”, muy por debajo de la inédita mezcolanza de los opuestos. La impresión de que la política —finalmente liberada de sus consolidadas “referencias ideológicas”—, más que una conquista pragmática, es un hundimiento caótico. Como sucede con el mercado después de la “muerte de la moneda”; o como pasa también con un lenguaje sin gramática y sintaxis. Lejos de ser enriquecida por una mayor coherencia, la esfera política ha sido, al contrario, minada por un acentuado vaciamiento, por una creciente inconsistencia de formas y figuras.
En el fondo, las razones de la “mala fama” de la contraposición entre derecha e izquierda —la materialidad de los problemas y de los potenciales contrastes, la dureza y lo perentorio de las alternativas—, aún están ahí, sobre la alfombra “global”, en algunos casos en potencia, en otros agigantada por la unificación del espacio planetario. Lo que falta dramáticamente son, en cambio, las soluciones y los sujetos políticos dispuestos a hacerse cargo de ello. Tal parece que es muy difícil sustraerse a la sensación de que la indiferenciada convergencia de programas y propuestas sobre un abanico restringido de actitudes compartidas no derivarán, en realidad, en la adopción de un estilo de respuesta racional a los desafíos de nuestro tiempo, sino manifestarán una no declarada ni declarable impotencia, dada la objetiva ausencia de respuestas posibles en el interior del horizonte político contemporáneo, y respecto a las cuestiones vitales de nuestra existencia en común. Todo ello equivaldría —hay que admitirlo— a la claudicación de la política en lo que constituye, en sentido estricto, su principal tarea distintiva. ■
EXCELENTE ARTICULO QUE DESCRIBE EL PORQUE DE LA IGNORNACIA DE LA MAYORIA SOBRE CONCEPTOS BASICOS QUE NO DEBEN SER OLNIDADOS
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