martes, 24 de agosto de 2010

La alternancia: Diez años después 1. Ni mejores, ni peores

MARIA AMPARO CASAR REVISTA NEXOS AGOSTO 2010


Resulta una mala lectura —y habla de la cultura presidencialista que nos persigue— decir que el 2 de julio de hace 10 años se dio fin a 70 años de “autoritarismo” priista o que México por fin transitó a la democracia. La apertura democrática comenzó mucho antes y poco a poco fue avanzando. El autoritarismo priista también llegó a su fin mucho antes. De otra manera no hubiese habido alternancia dentro de la institucionalidad vigente.

Transición y alternancia son fenómenos distintos. La transición es un proceso que transforma a un régimen en una o varias de sus dimensiones estructurales. Por ejemplo en su forma de gobierno o en su sistema electoral y de partidos. En contraste la alternancia es, simple y llanamente, el cambio de partido en el poder.

Los resultados de la transición y los de la alternancia deben tratarse por separado. La transición tuvo como consecuencia tres logros perfectamente identificables y que guardan una relación causal entre sí: el establecimiento de un marco institucional que permitió elecciones equitativas, el tránsito de un sistema de partido hegemónico a uno plural y la vigencia del sistema de división de poderes y pesos y contrapesos que caracterizan al sistema presidencial.

Los límites al poder presidencial comenzaron cuando el titular del Ejecutivo fue despojado de sus facultades para controlar la arena electoral y decidir quién ocuparía los cargos de elección popular, cuando para aprobar una ley dejó de ser suficiente que él girara instrucciones a sus legisladores, cuando se le acabó la fiesta de remover a los gobernadores incómodos, cuando se materializó la idea de que una acción de gobierno podía ser declarada inconstitucional por la Suprema Corte, cuando el Banco de México dejó de recibir órdenes desde Los Pinos, cuando tuvo que pensar dos veces una acción de gobierno ante el temor de recibir una recomendación de la CNDH.
Todo esto pasó antes de la alternancia. Fox y Calderón estuvieron un poco más acotados que Zedillo como consecuencia de la distribución del poder político pero no mucho más.

La pregunta es entonces qué ha ocurrido no en los 30 años que llevamos en ese proceso que llamamos transición a la democracia sino en los 10 años de alternancia y la respuesta es algo decepcionante. Poco ha sucedido en términos de cambios en la estructura de poder, menos aún en las prácticas políticas.

En realidad los gobiernos de la alternancia no han sido ni mucho mejores ni tampoco mucho peores que los anteriores. Han sido, eso sí, decepcionantes porque las expectativas generadas por la alternancia fueron desproporcionadas. Después de 70 años de un mismo partido en el poder se nos metió en la cabeza que el mero cambio de partido en la presidencia llevaría a la transformación radical del país en todos los órdenes. La decepción con la alternancia ha sido de la misma magnitud de las expectativas que ella generó. Se creyó que los males asociados al régimen priista —corrupción, impunidad, privilegios, uso patrimonial de los cargos públicos, corporativismo y clientelismo— desaparecerían. Lo que sucedió es que se amplió el padrón de beneficiarios de esos males; que los bienes que esos males acarreaban dejaron de concentrarse en un solo partido y se repartieron entre tres.

Lo mismo ha ocurrido con las alternancias en los estados. Desde 1989 se registra alternancia en el poder en 19 de las 32 entidades federativas. Lo que no se registran son cambios importantes ni en la políticas públicas impulsadas que pudieran traducirse en el mejoramiento de los índices de pobreza, de marginación, de cobertura y calidad de los servicios públicos, ni tampoco en los índices de buen gobierno: eficiencia gubernamental, capacidades institucionales, transparencia y legalidad.

La democracia mexicana ha avanzado poco desde el año 2000. Son más las instituciones y prácticas que lograron permanecer inalteradas que las que lograron romperse. Hay desde luego avances. Ahí está la Ley de Transparencia y Acceso a la Información del sexenio pasado o las Acciones Colectivas de éste. Pero no mucho más. Reformas como la de Seguridad y Justicia aún esperan su traducción en leyes e instituciones que las vuelvan operables. Entonces se podrán evaluar.

En realidad, hay signos preocupantes. Si de indicadores políticos se trata, los resultados de 2000 a la fecha no son de presumir. La satisfacción con la democracia ha descendido de 41% a 28% y el apoyo a este sistema de gobierno ha bajado de 54% a 42%; 65% piensa que las elecciones no son limpias; el 68% expresa que las leyes benefician a unos pocos, las instituciones peor valoradas son los partidos y los legisladores, al 72% de la población la policía le inspira poca o ninguna confianza; ni la percepción ni los índices de corrupción han disminuido y la percepción mayoritaria de los ciudadanos es que el poder se ejerce para unos cuantos y en beneficio de los intereses de aquellos que detentan algún cargo público.

Si pasamos a las prácticas políticas tampoco se aprecian grandes transformaciones. Los partidos y gobernantes —independientemente de su filiación política— se aplican en capturar los órganos autónomos o en repartirse su integración vía cuotas, en dejar impunes las violaciones a las leyes establecidas, en mantener privilegios monopólicos, fiscales, sindicales, burocráticos y comerciales, en utilizar políticamente los programas sociales, en el tráfico de influencias, en el ocultamiento de la cuenta pública.
Tres grandes pendientes o tres estructuras ha dejado intocadas la transición y poco empeño han puesto en ellos los gobiernos de la alternancia: la estructura federal que revela la persistencia de sistemas políticos estatales operando más acorde con el viejo presidencialismo que con la división de poderes y de pesos y contrapesos del orden federal; la estructura de justicia con su secuela de privilegios y excepciones y de corrupción e impunidad generalizada; y la estructura de poder real con su correlato de poderes que sin representación alguna definen por la vía de los hechos las políticas públicas.

Sin embargo, y en descargo de la alternancia, puede decirse que lo cierto es que en un sistema que ha garantizado condiciones equitativas en el acceso al poder y que hoy registra una amplia pluralidad en el reparto de los cargos de representación popular, la responsabilidad por los buenos o malos resultados en materia política no es responsabilidad exclusiva del partido en el gobierno aunque sea éste el que pague los costos mayores. El problema seguirá vigente con o sin el PAN en el poder mientras que las fuerzas políticas no internalicen que la ecuación de la democracia tiene dos lados. Mientras no comprendan que la democracia conlleva y exige no sólo la representación plural sino la cooperación entre los integrantes de esa pluralidad, no sólo la autonomía de los estados sino su responsabilidad, no sólo la clara delimitación entre las facultades de las ramas de gobierno sino su colaboración, no sólo el establecimiento de nuevas reglas de la competencia sino la disposición a respetarlas, no sólo la creación de órganos autónomos sino el compromiso de no capturarlos y acogerse a sus decisiones; no sólo el cambio de normas sino su aplicación sin excepciones, no sólo la ampliación de derechos sino la creación de condiciones para su ejercicio. Pusimos en práctica las primeras pero no las segundas.

María Amparo Casar. Profesora-investigadora del CIDE. Es editorialista del periódico Reforma.

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