martes, 31 de agosto de 2010

La decena trágica por Alejandro Encinas

La derrota del PRI en el 2000 creó las condiciones y levantó una gran expectativa para lograr una transformación democrática en el país. Quedaban atrás siete décadas de un régimen autoritario que, si bien instauró al Estado del siglo XX y las instituciones que resultaron de la Revolución, devino en un sistema político marcado por prácticas corporativas, corrupción y freno —cuando no la represión— a toda disidencia política o social.

Diez años han transcurrido y las expectativas se difuminaron entre las pesquisas de los headhunters, la suma del voto útil al foxismo que incluyó a militantes de la izquierda, la continuidad del pasado priísta, la frivolidad, el tráfico de influencias y los negocios al amparo del poder público.

No hubo recato alguno. Desde las esferas del poder, lo mismo se entregaron los tiempos del Estado a los medios de comunicación y todo tipo de concesiones a los poderes fácticos, que se socavaron las empresas públicas para justificar su privatización, usando incluso de forma facciosa los poderes del Estado para eliminar al adversario político.

Una década después, México no sólo no transitó hacia la democracia, sino, por el contrario, registró una regresión en todos los órdenes. La economía se estancó, al mantener una tasa promedio de crecimiento real de 2.5% a lo largo de la última década, mientras que la población creció en 10.8%, lo que impactó en el incremento de la tasa de ocupación parcial, y desocupación hasta 11.5%, lo que representa que más de cinco millones de mexicanos no tienen trabajo o trabajan menos de 15 horas a la semana, mientras que 12.6 millones de personas se desempeñan en la economía informal.

Menos de la mitad de los mexicanos en edad de trabajar tiene un empleo formal y han enfrentado una caída en sus salarios. El salario se paga por debajo del valor del trabajo. En diez años, el salario mínimo pasó de 40.35 pesos diarios a 57.47 pesos, apenas 17.11 pesos más. Su deterioro frente a los precios suma, desde 1982, una caída en el poder adquisitivo de 82%. En 1982 se requerían 5.1 horas de trabajo para adquirir una canasta básica adecuada para una familia de cinco miembros, mientras que en 2008 se ocupaban 14.5 horas, es decir, casi tres veces más. Aunque las autoridades se niegan a reconocerlo, nueve millones de mexicanos viven con salario mínimo o menos.

Ello significó la expulsión de mexicanos al extranjero y el crecimiento de la pobreza. Si bien la migración se mantuvo en sus niveles históricos, la deportación de inmigrantes mexicanos alcanzó, según el INM, la cifra de más de 535 mil paisanos. De acuerdo con el Banco Mundial, en América Latina se produjeron 8.3 millones de nuevos pobres tras la crisis del 2009; de éstos, la mitad corresponde a México. El número de mexicanos en condición de pobreza alimentaria es 22.3 millones.

La violencia alcanza niveles inimaginables. Durante la actual administración se han registrado a la fecha 28 mil 500 ejecuciones. Se aduce que la violencia obedece al ajuste de cuentas entre las bandas del crimen organizado. Pero el grueso de los delitos va en aumento: el secuestro se incrementó entre 2000 y 2010 en 129% y la extorsión en 419%. Los 72 cobardes asesinatos de inmigrantes latinoamericanos en Tamaulipas tiran por la borda esa tesis y evidencian el clima de barbarie contra grupos vulnerables (indocumentados, pobres, indígenas) y la incompetencia de la autoridad se resume en su incapacidad en declaraciones que ofenden la inteligencia.

La exclusión social afecta a varias generaciones de jóvenes: 7.5 millones de jóvenes no estudian ni trabajan. Se trata de jóvenes que por su condición económica han sido marginados del sistema educativo y del mercado laboral, y que no encuentran en la migración ni en la economía informal las válvulas de escape de antaño y se refugian en el hogar, el ocio, las adicciones y la delincuencia. El Instituto de la Juventud encontró en 2008 que 350 mil jóvenes entre 12 y 29 años intentaron suicidarse. De éstos, siete de cada 10 no tenían trabajo.

En este año de conmemoración patria, México cierra una década trágica. Una nueva temporada de zopilotes, en la que, pese a sus resultados, se insiste en la política económica impuesta desde los años del priísmo que empobrece a los mexicanos y en una estrategia contra el crimen cimentada en el principio de autoridad y no en la seguridad y bienestar de los ciudadanos.


Coordinador de los diputados federales del PRD

Contra el silenciamiento Alberto Aziz Nassif

EL UNIVERSAL MARTES 31 DE AGOSTO 2010
Los postulados y conclusiones sobre el estado que guardan en México la libertad de expresión, las muertes y amenazas a periodistas, las instituciones que regulan a los medios y el acceso a la información, ya son conocidos, pero cuando se sintetiza en un documento completo se obtiene un resultado muy preocupante. Eso es lo que hicieron Catalina Botero, relatora especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y Frank La Rue, relator especial de la ONU para la Libertad de Opinión y Expresión, en una visita reciente de 16 días a nuestro país.

Frecuentemente se escuchan expresiones que señalan a México como una democracia vulnerada o un Estado fallido, y después de ver el trabajo de estos dos relatores podemos agregar que esas tesis tienen sustento porque nuestras libertades están amenazadas. El balance nos muestra que, a pesar de las reglas constitucionales, los avances en leyes sobre la transparencia y la creación institucional, los resultados son precarios y las amenazas crecientes. El informe de los relatores presenta esa cara de la violencia que asesina a periodistas, intimida, sanciona la libertad de expresión. A esta situación grave se añade el carácter monopólico de los medios, las debilidades de la regulación pública, tanto en la letra como en la práctica; la imposibilidad de tener medios alternativos, los excesos de la publicidad política y gubernamental, y las restricciones en el acceso a la información pública.

La tesis de que una democracia necesita de un Estado que sea el garante de los derechos ciudadanos y de las libertades, resulta violentada de forma brutal en México, como lo señalan los relatores de Naciones Unidas. La violencia insoportable que nos amenaza todos los días y debilita nuestra condición ciudadana, tiene consecuencias: hoy ejercer el periodismo puede llevar a perder la vida. Así, mientras el país rueda cuesta abajo, la clase política se descalifica, los priístas le dicen “inepto” al Presidente y a su gobierno, y los panistas califican a sus opositores del tricolor de “oposición retrógrada”.

Cada diagnóstico que se hace, muestra con claridad los problemas, pero también las propuestas de salida y las recomendaciones, como en este caso. Al mismo tiempo, de forma sistemática se ve la ineptitud de los políticos, tanto los que están en el gobierno como los que son oposición, una distinción que ya resulta un poco artificial porque en los tres grandes partidos se ejerce el gobierno. Los problemas apuntan en la misma dirección: corrupción, delincuencia organizada, impunidad, ineficiencia en los instrumentos y debilidad en las estrategias para enfrentar en serio estas amenazas. Poco a poco el crimen organizado gana batallas, asesina y silencia periodistas, amenaza medios locales y nacionales y con ello impone un clima de autocensura. Mientras tanto, crece la lista de periodistas asesinados y desaparecidos, a tal grado, que los relatores calificaron a México como “el país más peligroso para ejercer el periodismo en las Américas”. Y seguramente será también el más peligroso para los migrantes centroamericanos.

Existe una fiscalía especial para atender los delitos contra periodistas, pero, como dice el dicho, si quieres que algo no se solucione en el país, crea una fiscalía especial. Se fabrican espacios institucionales donde no hay voluntad política, ni autonomía, ni recursos y menos competencias adecuadas, como sucede con esta fiscalía.

De las múltiples recomendaciones que hacen Botero y La Rue, se desprende una agenda de pendientes, que no es nueva, pero que cada vez se vuelve más urgente de atender: desde detener la violencia que ya produjo, en los últimos 10 años, el asesinato de 64 periodistas y la desaparición de otros 11, combatir la enorme impunidad que rodea a estos crímenes, pasando por una reforma que regule el espectro radioeléctrico y cumpla con la sentencia de la SCJN de junio del 2007; romper con el carácter monopólico de los medios y darle autonomía al órgano regulador, que cada vez está más controlado por el gobierno, hasta construir alternativas para la defensa y protección de la libertad de expresión, la federalización de los delitos contra la libertad de expresión y la autonomía de la Fiscalía Especial.

Las miradas externas y las visiones internacionales de cómo está la libertad de expresión son muy útiles. Pero seguir apelando a la clase política es inútil, por eso las iniciativas necesitan salir de la misma sociedad y de los medios, porque los políticos sólo piensan en ganar el 2012 para seguir con más de lo mismo.

Investigador del CIESAS

miércoles, 25 de agosto de 2010

La libertad de expresión y el clero

Lorenzo Cordova Vianello en EL UNIVERSAL 25 DE AGOSTO 2010



Las inaceptables declaraciones del cardenal Sandoval Íñiguez ante la resolución de la SCJN que declaró constitucionales los matrimonios entre personas de un mismo sexo y el consecuente derecho de adopción, así como las afirmaciones de Hugo Valdemar, vocero de la Aquidiócesis de México, en el sentido de que el PRD es el principal enemigo de la Iglesia católica, de una “sociedad con valores” y que “ha hecho más daño que el narco”, han vuelto a poner sobre la mesa el viejo debate sobre los límites a la libertad de expresión y el papel del clero en la vida política.

Ante todo debemos recordar que en las democracias constitucionales no hay libertades absolutas. Por definición, la convivencia pacífica que subyace a las democracias implica que, en el ejercicio de su libertad, una persona encuentra un límite natural a la misma en las libertades y derechos de los demás individuos; ello constituye la premisa primera de una coexistencia democrática.

La falta de límites al ejercicio de las libertades caracteriza al estado de naturaleza, mismo que se define por la falta de reglas mínimas de convivencia entre individuos y, por ende, en la confrontación real o potencial que el abuso del derecho de algún individuo supone frente a quien se ve lesionado o agredido por ese abuso.
Lo anterior implica que para que la paz social sin la cual, se insiste, una democracia es impensable, todas las libertades tienen límites intrínsecos que suponen una frontera de licitud en su ejercicio. Se trata de límites que suponen el ejercicio responsable de las libertades.

La libertad de expresión, cuya protección y garantía es condición sine qua non en todo régimen democrático que se precie de ser considerado tal, no es la excepción. El mismo artículo sexto constitucional en donde se reconoce y protege el derecho a la libre expresión de las ideas establece en el “ataque a la moral”, “los derechos de tercero”, “el provocar algún delito” y en la “perturbación del orden público”, límites naturales, consustanciales a ese derecho. Se trata de fronteras de ejercicio que acompañan a la libertad de expresión en toda circunstancia.

En ese sentido, uno no puede ir por la vida acusando a otros de la comisión de algún delito, por ejemplo, sin presentar pruebas o sin interponer la denuncia correspondiente. Sandoval Íñiguez no puede pretender, aunque su moral y sus convicciones personales —y por ende privadas— se vean afectadas por la reciente decisión de la SCJN, acusar de corrupción a varios servidores públicos sin que a ello recaigan consecuencias jurídicas. Y no puede, simplemente, porque eso implica la afectación de derechos de terceros. Ni más ni menos.

Pero además, el ejercicio de las libertades, en general, y de la libertad de expresión, en particular, tiene otros tipos de limitaciones legítimas en su ejercicio. Se trata de límites extrínsecos que dependen del contexto en el cual dichas libertades son ejercidas. Ello ocurre, por ejemplo, en el ámbito político-electoral, en donde la libertad de expresión se ve sometida a una serie de restricciones adicionales a las que les son propias, y que resultan del respeto a las reglas y de los principios fundamentales del régimen democrático. La misma SCJN así lo ha reconocido en su jurisprudencia (tesis 2/2004), al sostener que el ejercicio de los derechos fundamentales debe correlacionarse con los postulados que regulan la vida democrática, de donde se desprende la licitud de ciertas restricciones adicionales a las intrínsecas al derecho, siempre y cuando no lleguen a desnaturalizarlo.
Eso justifica que la prohibición que el artículo 130 establece en el sentido de que los ministros de culto no pueden ser votados, ni asociarse políticamente, ni realizar proselitismo en contra de candidato, partido o asociación política alguna. Esa restricción adicional, que se traduce en el caso específico de la libertad de expresión en la imposibilidad de hablar a favor o en contra de algún partido político, precisamente lo que irresponsablemente hizo Hugo Valdemar, se desprende de la posición de privilegio y la capacidad de influencia que el ministerio les proporciona a los sacerdotes sobre sus fieles.

Lo que la Constitución procura es evitar la injerencia de los pastores de almas, los poseedores de la verdad religiosa frente a sus fieles, en materia política. Si eso no les gusta, la solución es muy sencilla: abandonen el hábito y ejerzan a plenitud sus derechos políticos.
Licenciado en Derecho por la UNAM y doctor en Teoría Política por la Universidad de Turín Italia.

martes, 24 de agosto de 2010

La alternancia: Diez años después 1. Ni mejores, ni peores

MARIA AMPARO CASAR REVISTA NEXOS AGOSTO 2010


Resulta una mala lectura —y habla de la cultura presidencialista que nos persigue— decir que el 2 de julio de hace 10 años se dio fin a 70 años de “autoritarismo” priista o que México por fin transitó a la democracia. La apertura democrática comenzó mucho antes y poco a poco fue avanzando. El autoritarismo priista también llegó a su fin mucho antes. De otra manera no hubiese habido alternancia dentro de la institucionalidad vigente.

Transición y alternancia son fenómenos distintos. La transición es un proceso que transforma a un régimen en una o varias de sus dimensiones estructurales. Por ejemplo en su forma de gobierno o en su sistema electoral y de partidos. En contraste la alternancia es, simple y llanamente, el cambio de partido en el poder.

Los resultados de la transición y los de la alternancia deben tratarse por separado. La transición tuvo como consecuencia tres logros perfectamente identificables y que guardan una relación causal entre sí: el establecimiento de un marco institucional que permitió elecciones equitativas, el tránsito de un sistema de partido hegemónico a uno plural y la vigencia del sistema de división de poderes y pesos y contrapesos que caracterizan al sistema presidencial.

Los límites al poder presidencial comenzaron cuando el titular del Ejecutivo fue despojado de sus facultades para controlar la arena electoral y decidir quién ocuparía los cargos de elección popular, cuando para aprobar una ley dejó de ser suficiente que él girara instrucciones a sus legisladores, cuando se le acabó la fiesta de remover a los gobernadores incómodos, cuando se materializó la idea de que una acción de gobierno podía ser declarada inconstitucional por la Suprema Corte, cuando el Banco de México dejó de recibir órdenes desde Los Pinos, cuando tuvo que pensar dos veces una acción de gobierno ante el temor de recibir una recomendación de la CNDH.
Todo esto pasó antes de la alternancia. Fox y Calderón estuvieron un poco más acotados que Zedillo como consecuencia de la distribución del poder político pero no mucho más.

La pregunta es entonces qué ha ocurrido no en los 30 años que llevamos en ese proceso que llamamos transición a la democracia sino en los 10 años de alternancia y la respuesta es algo decepcionante. Poco ha sucedido en términos de cambios en la estructura de poder, menos aún en las prácticas políticas.

En realidad los gobiernos de la alternancia no han sido ni mucho mejores ni tampoco mucho peores que los anteriores. Han sido, eso sí, decepcionantes porque las expectativas generadas por la alternancia fueron desproporcionadas. Después de 70 años de un mismo partido en el poder se nos metió en la cabeza que el mero cambio de partido en la presidencia llevaría a la transformación radical del país en todos los órdenes. La decepción con la alternancia ha sido de la misma magnitud de las expectativas que ella generó. Se creyó que los males asociados al régimen priista —corrupción, impunidad, privilegios, uso patrimonial de los cargos públicos, corporativismo y clientelismo— desaparecerían. Lo que sucedió es que se amplió el padrón de beneficiarios de esos males; que los bienes que esos males acarreaban dejaron de concentrarse en un solo partido y se repartieron entre tres.

Lo mismo ha ocurrido con las alternancias en los estados. Desde 1989 se registra alternancia en el poder en 19 de las 32 entidades federativas. Lo que no se registran son cambios importantes ni en la políticas públicas impulsadas que pudieran traducirse en el mejoramiento de los índices de pobreza, de marginación, de cobertura y calidad de los servicios públicos, ni tampoco en los índices de buen gobierno: eficiencia gubernamental, capacidades institucionales, transparencia y legalidad.

La democracia mexicana ha avanzado poco desde el año 2000. Son más las instituciones y prácticas que lograron permanecer inalteradas que las que lograron romperse. Hay desde luego avances. Ahí está la Ley de Transparencia y Acceso a la Información del sexenio pasado o las Acciones Colectivas de éste. Pero no mucho más. Reformas como la de Seguridad y Justicia aún esperan su traducción en leyes e instituciones que las vuelvan operables. Entonces se podrán evaluar.

En realidad, hay signos preocupantes. Si de indicadores políticos se trata, los resultados de 2000 a la fecha no son de presumir. La satisfacción con la democracia ha descendido de 41% a 28% y el apoyo a este sistema de gobierno ha bajado de 54% a 42%; 65% piensa que las elecciones no son limpias; el 68% expresa que las leyes benefician a unos pocos, las instituciones peor valoradas son los partidos y los legisladores, al 72% de la población la policía le inspira poca o ninguna confianza; ni la percepción ni los índices de corrupción han disminuido y la percepción mayoritaria de los ciudadanos es que el poder se ejerce para unos cuantos y en beneficio de los intereses de aquellos que detentan algún cargo público.

Si pasamos a las prácticas políticas tampoco se aprecian grandes transformaciones. Los partidos y gobernantes —independientemente de su filiación política— se aplican en capturar los órganos autónomos o en repartirse su integración vía cuotas, en dejar impunes las violaciones a las leyes establecidas, en mantener privilegios monopólicos, fiscales, sindicales, burocráticos y comerciales, en utilizar políticamente los programas sociales, en el tráfico de influencias, en el ocultamiento de la cuenta pública.
Tres grandes pendientes o tres estructuras ha dejado intocadas la transición y poco empeño han puesto en ellos los gobiernos de la alternancia: la estructura federal que revela la persistencia de sistemas políticos estatales operando más acorde con el viejo presidencialismo que con la división de poderes y de pesos y contrapesos del orden federal; la estructura de justicia con su secuela de privilegios y excepciones y de corrupción e impunidad generalizada; y la estructura de poder real con su correlato de poderes que sin representación alguna definen por la vía de los hechos las políticas públicas.

Sin embargo, y en descargo de la alternancia, puede decirse que lo cierto es que en un sistema que ha garantizado condiciones equitativas en el acceso al poder y que hoy registra una amplia pluralidad en el reparto de los cargos de representación popular, la responsabilidad por los buenos o malos resultados en materia política no es responsabilidad exclusiva del partido en el gobierno aunque sea éste el que pague los costos mayores. El problema seguirá vigente con o sin el PAN en el poder mientras que las fuerzas políticas no internalicen que la ecuación de la democracia tiene dos lados. Mientras no comprendan que la democracia conlleva y exige no sólo la representación plural sino la cooperación entre los integrantes de esa pluralidad, no sólo la autonomía de los estados sino su responsabilidad, no sólo la clara delimitación entre las facultades de las ramas de gobierno sino su colaboración, no sólo el establecimiento de nuevas reglas de la competencia sino la disposición a respetarlas, no sólo la creación de órganos autónomos sino el compromiso de no capturarlos y acogerse a sus decisiones; no sólo el cambio de normas sino su aplicación sin excepciones, no sólo la ampliación de derechos sino la creación de condiciones para su ejercicio. Pusimos en práctica las primeras pero no las segundas.

María Amparo Casar. Profesora-investigadora del CIDE. Es editorialista del periódico Reforma.

ALBERTO AZIZ NASSIF CRISIS DE SEGURIDAD Y POLARIZACION

EL UNIVERSAL 24 de agosto de 2010


Hoy, cuando el miedo y el desasosiego rondan por todos los rincones del país, comprobamos cotidianamente que México ha perdido un bien fundamental, la seguridad. Al mismo tiempo, vemos a un gobierno que obsesivamente repite que seguirá con más de lo mismo hasta el final del sexenio, y escuchamos a una oposición que, de forma repetida, señala los errores del gobierno, pero en ninguna de las dos partes existe la voluntad de sentarse en una mesa a ver por el país, más allá de la demagogia acostumbrada y los cálculos electorales, que se han vuelto el principio y el fin de la política en el país.

¿Por qué se ha estructurado así la política de este país? Hay en la historia nacional, múltiples registros de una polarización entre las fuerzas gubernamentales y la oposición, que han generado rupturas sistemáticas a través de los diferentes tipos de régimen político. Ante los conflictos, la mayor parte de las veces no se llega a soluciones por consenso, no se logran acuerdos y pactos, sino que predominan los enfrentamientos, la polarización, la radicalización y la exacerbación de las posiciones.

Una breve mirada histórica nos muestra que incluso en los momentos en que se promulgaba la Constitución de 1917, la violencia y la polarización eran el clima dominante. La centralización del poder presidencial y un pacto social más incluyente durante el cardenismo, dejaron fuera o restringieron los derechos políticos y sociales. A partir de los años cuarenta se agudizaron los mecanismos de control social para apuntalar un modelo de desarrollo y se aprovecharon las estructuras corporativas existentes, que operaron como mecanismos de contención social. Con sangre se impuso la regla de que el líder o la organización que quisiera autonomía, democracia o un simple cambio de interlocución con el gobierno era condenado, combatido, reprimido, porque el gobierno no permitía la disidencia, y para cualquier disidencia era inimaginable sentarse a una mesa de negociación, porque eso representaba claudicar.

Con el paso de los años, el modelo entró en crisis y se empezaron a dar espacios que liberalizaron poco a poco la presencia de las oposiciones, tanto de la derecha, como de la izquierda, cobraron fuerza y apoyo ciudadano. Pero quedan en la memoria las represiones campesinas, obreras, estudiantiles, indígenas y, más tarde, las expresiones guerrilleras; todas pueden ser vistas desde el eje de la polarización. Así llegamos al momento de abrir el sistema o llegar a la fractura social, y en 1977 una reforma electoral inicia lo que hoy conocemos como un régimen político con democracia electoral. Al paso de los años, no dejó de haber fracturas, asesinatos políticos, ajustes, fraudes, avances y retrocesos; en las últimas décadas hubo momentos en donde las disidencias y las oposiciones se sentaron en la mesa de negociación con el gobierno para impulsar reformas y propiciar una transición democrática, que hoy muchos consideran fallida.

Uno de los momentos de ese recorrido fue el pacto para la reforma electoral de 1996, que posibilitó las alternancias, oxigenó el escenario y creó el efecto de un acceso democrático al poder; las expectativas iniciales así lo confirmaron en 1997, 2000 y 2003. Pero llegamos al 2006 y regresó la polarización entre disidencia y gobierno, además de que los impulsos democratizadores del régimen no pasaron la siguiente fase, la de un pacto para transformar las instituciones y acordar las reformas, tanto las del método democrático como las sustantivas de un proyecto nacional.

Estamos con una democracia vulnerada y no se puede avanzar hacia un pacto que recupere el bienestar, la seguridad, que combata en serio la corrupción, y establezca un sistema de legalidad satisfactorio para disminuir la terrible impunidad en la que estamos atrapados. Hoy la polarización se ha instalado en torno a una fallida estrategia en contra del narco y del crimen organizado que ha dinamitado la seguridad y amenaza con derrumbar al Estado. Además de la penetración del crimen, hay una captura del Estado por intereses mediáticos, empresariales, sindicales y partidistas. ¿Cómo reconstruir al Estado y detener la destrucción de una violencia que arrasa la vida de múltiples ciudades y que tiene a los ciudadanos ante una completa indefensión, con una autoridad rebasada y capturada? Mientras tanto, la clase política juguetea y se da el lujo de mirarse al ombligo, porque no le conviene entender la gravedad en la que estamos. ¿Cómo vamos a llegar así al 2012, que será otro momento de polarización?, ¿Es viable una sucesión presidencial en medio de tanta violencia y con una inseguridad creciente?

Investigador del CIESAS